La Piedra del Duende

La Piedra del Duende

Se cuenta que aquella pequeña ciudad estaba maldita. Tanta tragedia, tanta muerte. Desde que Colon se desembarcó en esas playas grises y atormentadas no había habido más que desgracia tras desgracia. “Gracias a Dios que hemos salido de esas honduras”, se dice exhalo el conquistador después que un ciclón casi hundió a la Niña, la Pinta y la Santa María. Quizás hubiese sido mejor.

De cualquier manera, así ocurrió la historia. Las tribus fueron subyugadas bajo el látigo español. Los herederos verdaderos de esas tierras fueron erradicados y esclavizados. Sus cuentos y leyendas se olvidaron y fueron enterrados en una tumba católica del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. De esa manera se olvidó la leyenda de la piedra del duende.

Una roca terrible e implacable que dominaba las playas tormentosas del puerto de Trujillo. Todos los que pasaban por aquel pueblo olvidado sentían en sus huesos el horror que se escondía dentro de esa piedra maldita. Aunque la verdad indígena se había olvidado, las historias de los españoles y después los mestizos todavía existían.

Se contaba que, en ciertas noches, se podían ver luces inexplicables que brillaban sin calor alrededor de esa playa negra. Todas las familias advertían a sus hijas que nunca se encontrasen después de la media noche cerca de ahí ya que muchas jóvenes habían desaparecido en esas playas. Los susurros decían que en esa piedra vivía un duende. Un duende insaciable que raptaba y llevaba a cualquier mujer fértil a las profundadas del océano donde intentaba procrearse.

María no creía ninguna de esas tonterías. Aunque su abuela le había rogado nunca ir cerca de la piedra del duende, a ella le valía lo que dijera esa vieja ceca y supersticiosa. En realidad, para ella ese era el lugar ideal para encontrarse con Marco, el joven guapo de ojos verdes que estaba visitando el pueblo de Trujillo.

Ella y Marco habían quedado de encontrarse después de la media noche en la playa frente a la piedra del duende. No había mejor lugar. Ninguno de los habitantes del pueblo se atrevería a verse después de la media noche en cualquier proximidad a esa playa tan extraña.

Y así fue como María a la media noche se encontró frente a la piedra del duende. Pero algo iba mal. Había un frio en el aire y una niebla cubría la superficie negra de aquella piedra inescrutable. A la distancia se veía una silueta. Al fin llego Marco, pensó María mientras caminaba hacia la figura que parecía resplandecer dentro de la niebla.

Cuanto más se acercaba, María sentía los escalofríos por los que su instinto animal intentaba advertirle y hacerle saber que había que correr y largarse lo más pronto posible de ese lugar. Pero María, siendo una persona educada y racional, no hizo caso a esas advertencias que venían de un lugar primordial. Y al encontrarse frente a la figura en la niebla ya no hubo manera de escapar el horror que sus ojos revelaron. La piel gris, los ojos elongados, muertos y las garras implacables que la agarraban y arrastraban hacia las profundidades del océano. Y fue así como ya nunca nadie volvió a ver a la pobre María.